La ciudad de los niños (Francesco Tonucci) -Estracto.
Pertenece al Istituto di Psicología del CNR, de Roma (Italia).
UNA
VEZ TUVIMOS MIEDO DEL BOSQUE
En
un tiempo tuvimos miedo del bosque. Era el bosque del lobo, del ogro, de la
oscuridad. Era el lugar donde nos podíamos perder. Cuando los abuelos nos
contaban cuentos, el bosque era el lugar preferido para ocultarse de los enemigos,
las trampas, las congojas. Desde el momento en que el personaje entraba en el
bosque, nosotros empezábamos a tener miedo; sabíamos que podía ocurrir algo,
que ocurriría algo. La narración se hacía más lenta, la voz más grave.
Esperábamos lo peor, porque lo peor estaba acechando.
En
un tiempo, nos sentimos seguros entre las casas, en la ciudad, con el
vecindario. Éste era el sitio donde buscábamos a los compañeros, donde los
encontrábamos para jugar juntos. Allí estaba nuestro sitio, el sitio donde nos
escondíamos, donde organizábamos la pandilla, donde jugábamos a mamás, donde
escondíamos el tesoro...
Eran
los lugares donde se construían juguetes aprovechando siempre los recursos que
ofrecía el medio. Aquél era nuestro mundo.
Pero
en pocas décadas, todo ha cambiado. Ha habido una transformación tremenda,
rápida, total, como nunca la había visto nuestra civilización.
Por
una parte, la ciudad se ha vendido, ha perdido sus características, se ha
convertido en peligrosa e insegura.
Por
otra, han aparecido los verdes, los ambientalistas, los animalistas a predicar
lo verde, el bosque. El bosque ha pasado a ser bello, luminoso, objeto de
sueños y de deseos. La ciudad, en cambio, se ha convertido en algo sucio, gris,
monstruoso...
HOY
TENEMOS MIEDO A LA CIUDAD
En
los últimos decenios, la ciudad nacida como lugar de encuentro y de
intercambio, ha descubierto el valor comercial del espacio y ha alterado todos
los conceptos de equilibrio, bienestar y comunidad para seguir solamente
programas de provecho, de interés.
Los
pobres han sido transferidos a la periferia. Los centros históricos son ahora
oficinas, bancos, viviendas ricas. A la caída de la tarde, el centro de la
ciudad se vacía y se hace peligroso; la gente tiene miedo de ir sola; allí
están los drogadictos, los ladrones, los malhechores.
La ciudad es ahora como el bosque de
nuestros cuentos.
La
ciudad se ha desarrollado con la separación y la especialización de los espacios,
de las funciones, de las competencias. Lo importante es que el ciudadano que
vota quede satisfecho. El tiempo de los políticos es corto; los proyectos a
largo plazo no son rentables, no aportan votos.
Naturalmente, con una situación así, donde
todos sufren, el niño sufre todavía más. Con él, la compensación,
la monetización del daño no funciona. Los
servicios, pensados para los adultos que votan, no son buenos para el niño.
Le arrebatamos el lugar de juego al pie de su casa para devolvérselo a un
kilómetro de distancia al que sólo podrá
ir si un adulto lo acompaña y quien lo acompaña debe esperarlo y mientras lo
espera, lo vigila; pero bajo vigilancia
no se puede jugar.
En
la nueva ciudad, rica y consumista, el niño está solo. En el siglo que ha
descubierto al niño, su capacidad, su desarrollo precoz; que ha definido y
promulgado sus derechos fundamentales a la vida, a la salud, a la instrucción,
al juego, al respeto; que le dedica estudios, libros y convenciones, el niño se
encuentra con un sufrimiento nuevo, regalo del bienestar y del egoísmo: la
soledad.
PERO,
¿QUÉ PUEDE HACERSE?
Naturalmente,
esta situación, evidente para todos aquellos que tienen hijos, produce
preocupación, inquietud, deseos de hallar alguna solución.
Me
parece que hay dos maneras de enfrentarse a un estado de cosas que nos ocasiona
tanta desazón y sentimiento de culpabilidad. Una de ellas es privada, personal
y otra, social, política y cooperativa.
La
primera está claramente patrocinada por nuestra sociedad, sus medios de
comunicación, sus técnicos (psicólogos, consultores familiares...), incluso por
la producción comercial. Es la que se sugiere con recomendaciones tales como:
«Los padres han de estar más con sus hijos», «Nadie puede estar con los niños
como el padre y la madre», «Hay que jugar más con los hijos». Naturalmente,
estas invitaciones son un contraste muy fuerte con la vida apresurada; con las
horas empleadas en desplazamientos; con las ganas, cuando se llega a casa, de
relajarse un poco. Producen un vivo sentimiento de culpa y colocan a los
adultos en las mejores condiciones para aprovechar, con agradecimiento, tantos
y tantos productos comerciales. Buenos ciudadanos de la ciudad consumista, intentamos
sofocar aquel sentimiento pagando, comprando.
Es
entonces cuando se organiza la casa como si fuera un refugio antiatómico: fuera
está el peligro, la maldad, el tráfico, la droga, la violencia, el bosque
oscuro y amenazador; dentro, la seguridad, la autonomía, la tranquilidad: es la
casita segura de los tres cerditos. Las puertas se blindan, se arman con barras
y cerrojos, con mirillas para ver sin ser vistos; se instalan videófonos; normas
de la copropiedad impiden la entrada a los extraños. Se enseña al niño a no
abrir a nadie (¡y se pretende educar a los hijos en la tolerancia, la
solidaridad y la paz!). Dentro de casa, todo aquello que sirve para estar bien,
tranquilos y solos, incluso durante largo tiempo: televisor, vídeo, videojuegos
y, sobre todo, juguetes, infinidad de juguetes. Y para que el niño no esté
siempre en casa, se le inscribe a un cursillo de natación, a clases de
guitarra, a un curso de inglés, etcétera, etcétera.
La segunda actitud se
trata de poner en práctica iniciativas, oportunidades y estructuras nuevas para
los niños y adquirir una visión nueva, una filosofía nueva. Que los niños puedan salir solos nuevamente
de casa que los niños puedan salir otra vez solos, que no se vean
condenados a estar durante tardes enteras delante del televisor, que no tengan
que correr de una escuela a otra, que puedan nuevamente buscarse un amigo y, jugando
juntos, descubrir cosas. ¿Qué significa esto para la ciudad? Simplemente, que
la ciudad ha de cambiar, toda, completamente, aunque de manera gradual.
Esto
significa devolver a los niños la posibilidad de jugar, de adquirir la
experiencia, tan necesaria, de la sociabilización espontánea, de vivir
experiencias autónomas. Pero, para que sea posible, hay que actuar a varios niveles:
· Renegociar
la relación de poder y de fuerza entre el automóvil y el ciudadano y, en
particular, con el niño.
· Ayudar
a los adultos a comprender que los niños tienen necesidad de salir, de
buscarse, de jugar juntos; que las casas son peligrosas; que encerrar a los
niños en casa significa confiarlos a la televisión.
· Encontrar
y formar nuevos aliados de los niños. Antes, los niños eran de todos, reconocidos
y protegidos por el vecindario; ahora, gran parte de esta solidaridad
social se ha perdido. Hay que identificar y formar nuevos aliados
de los niños.
Si
los niños pudiesen de nuevo salir solos de sus casas se resolverían muchas
contradicciones que hoy hacen difícil su vida cotidiana y la de la misma
ciudad. La infancia pasa hoy mucho tiempo en casa, y es en el hogar donde se
dan, según las estadísticas, el mayor número de accidentes. ¡Los mantenemos
dentro de casa para defenderlos de los peligros externos y los dejamos
precisamente en el lugar más peligroso! Pero el espacio doméstico siempre será
peligroso, por más prevención que hagamos, si el niño pasa la mayor parte de su
tiempo dentro de casa sin saber qué hacer. Niñas y niños pasan demasiado tiempo
frente al televisor, cuestión que preocupa a todos los padres y educadores
occidentales. Ciertamente, podemos prohibirles que vean mucha televisión, pero
esto supone vivir un continuo conflicto con ellos. Sin embargo, podemos hacer
realidad la única experiencia que, en todas las encuestas, es más deseada que
el ver la tele: jugar con los otros niños. Los niños van a la escuela sin tener
experiencias personales, vivencias individuales que comunicarse y confrontar
con los otros, puesto que viven en grupos preconstituidos en las diversas
escuelas a las que asisten, sean públicas o privadas. También la propia
escuela, para cumplir bien su tarea de momento de elaboración cultural, a
partir de los conocimientos del alumnado, tendría necesidad de unos niños más
autónomos, más ricos, más protagonistas y crear
espacios en el patio donde se puedan esconder y jugar fuera de la vista del
adulto. Los centros deberían tener Jardines escolares con setos y
laberintos para que realmente fueran áreas educativas.
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